Por Martín Cristal
A los hackers se les atribuye una moral tan volátil y malinterpretable que resulta en extremo seductora para incorporarlos a la ficción. La serie Mr. Robot es un buen ejemplo de ese dilema ético, otra variante de la eterna discusión sobre si “el fin justifica los medios”. La escala que gradúa a los hackers según sus intenciones va desde los de “sombrero blanco” (whitehats, cercanos al virtuosismo que planteaba Pekka *Himanen en La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, de 2001), hasta el extremo criminal de los crackers, o hackers de “sombrero negro” (blackhats).

Precisamente la última película de Michael Mann se titula Blackhat. En ella, Chris Hemsworth es un hacker convicto al que sacan de prisión para que ayude a desbaratar una red mundial de cibercriminales. Hemsworth –más conocido como Thor– está más cerca del héroe que del antihéroe tecno-romántico que todo hacker es; no logra incorporar el componente específico de inadaptación social del hacker tan bien como, por ejemplo, Noomi Rapace y Rooney Mara en sus respectivas interpretaciones de Lisbeth Salander, la inflamable protagonista de la sagaMillenium, del sueco Stieg Larsson.

En un vano intento de actualización, Duro de Matar 4.0 introdujo a un joven hacker que realzaba a John McClane como héroe de acción de la vieja escuela: cero tecnología y puños. Uno que sabe y otro(s) que ignora(n): con la misma división, y si se amplía el rango de fantasía tecnológica, también pueden considerarse Matrix yGhost in the Shell dentro del grupo de ficciones con hackers, o cuyos argumentos se basan en la lógica informática.

Una clásica: Juegos de guerra. Matthew Broderick lograba ingresar al sistema de una computadora militar; creyendo que era un videojuego, casi detonaba una tercera guerra mundial. La película es de 1983, y rezuma el espíritu de su época: no sólo por la amenaza de la guerra fría, sino también porque, por esas fechas pero en literatura, la figura del hacker y sus potencialidades se agigantaban con el arribo de la corriente cyberpunk a la ciencia ficción.

Fue sobre todo por William Gibson y su novela Neuromante (1985) que el hacker/cracker se coló al centro del imaginario ficcional del mundo. En Neuromante, Case es un computer jockey, un humano con implantes tecnológicos que le permiten conectarse directamente a la computadora y así ver el universo de datos como un paisaje. Fue en esta novela donde Gibson acuñó el término “ciberespacio”; el autor ensancharía este universo ficcional en Conde Cero y Mona Lisa acelerada.

Otro relato gibsoniano, “Johnny mnemónico”, pasó al cine con Keanu Reeves en el papel de un tipo que se alquila como disco duro externo: almacena data digital de la mafia japonesa en un implante cerebral. El relato está compilado en Quemando cromo (1986); el cuento que da título a ese libro también tiene por protagonistas a dos hackers: uno representa el software, y el otro –un cyborg–, el hardware.

Datos ajenos

También en 1985, pero en un registro menos tecno –mucho más ligero y fantástico–, Haruki Murakami publicaba El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Una de las dos líneas argumentales entrelazadas en esta abultada novela tiene por narrador a un informático que, oh casualidad, almacena datos ajenos en su inconsciente. Será víctima de la lucha entre el “Sistema” estatal y los clandestinos “Semióticos”.

Un digno heredero de Gibson es Neal Stephenson. En 1999 publicó una novela de culto para los hackers: Criptonomicón. Menos futurista que de actualidad tecnológica, sus 918 páginas abarcan buena parte de la historia de la criptografía, trenzando dos líneas temporales: una arranca en la Segunda Guerra Mundial, con hechos que hoy se han difundido gracias a El Código Enigma, la película sobre Alan Turing; y la otra, en el presente, cuando unos jóvenes tecno-empresarios intentan crear un gigantesco reservorio de datos y dinero digitales en una isla cercana a las Filipinas.

En castellano, la novela salió en tres tomos, cada uno con el nombre de un código:Enigma, Pontifex y Aretusa. Aunque didáctico, el libro es exigente: muchas veces Stephenson no resiste la tentación de escribir “en difícil” (y no me refiero sólo a la terminología técnica).

Algo parecido sucede en Las constelaciones oscuras (2015), de la argentina Pola Oloixarac: exploradores en 1882; hackers en desarrollo, nacidos en 1983; y por fin 2024, cuando se lleva a cabo desde Bariloche el proyecto de informatizar el ADN de millones de personas, con la posibilidad de trazar derroteros de vida y realizar un control total sobre la población. Con una prosa rebuscada que entrecruza jergas y referencias cultas, este tardío revival ciberpunk puede resultar tan interesante como agotador.

Como postre, documentales: hay que mencionar al menos dos. We Are Legion(2012), sobre el trabajo y las creencias del colectivo “hacktivista” Anonymous; y el oscarizado e imperdible de Laura Poitras sobre Edward Snowden, Citizenfour (2014), un verdadero documento histórico sobre el espionaje informático en nuestros días.